Ecologismos y educación de jóvenes para la movilización y la acción ecosocial

30 de junio de 2020
María Laín Hernández Ballesteros. Investigadora, divulgadora y activista climática. Durante este periodo de cuarentena, impuesta en la mayor parte de los países del Norte global debido a la pandemia del coronavirus, preguntas como “¿qué vamos a hacer cuando esto acabe?” o “¿seguiremos viviendo igual que antes?” resuenan en el imaginario colectivo. Sin ánimo de frivolizar […]

María Laín Hernández Ballesteros. Investigadora, divulgadora y activista climática.

Durante este periodo de cuarentena, impuesta en la mayor parte de los países del Norte global debido a la pandemia del coronavirus, preguntas como “¿qué vamos a hacer cuando esto acabe?” o “¿seguiremos viviendo igual que antes?” resuenan en el imaginario colectivo. Sin ánimo de frivolizar una situación que está siendo sumamente dramática para miles de personas,  se ha constatado que, tras pocas semanas de aislamiento, la contaminación ha descendido en todos los países afectados, y que la naturaleza resurge por doquier. Sin lugar a dudas, la actividad humana tiene efectos sobre la vida en nuestro Planeta, y está en nuestra mano decidir si queremos que este impacto sea beneficioso o dañino. Después de vivir en primera persona las consecuencias de esta crisis  sanitaria global, y ver el esfuerzo que requiere frenarla ¿nos atreveremos, como sociedad, a actuar con el mismo apremio y compromiso ante la emergencia climática? Durante este periodo de cuarentena, impuesta en la mayor parte de los países del Norte global debido a la pandemia del coronavirus, preguntas como “¿qué vamos a hacer cuando esto acabe?” o “¿seguiremos viviendo igual que antes?” resuenan en el imaginario colectivo. Sin ánimo de frivolizar una situación que está siendo sumamente dramática para miles de personas,  se ha constatado que, tras pocas semanas de aislamiento, la contaminación ha descendido en todos los países afectados, y que la naturaleza resurge por doquier. Sin lugar a dudas, la actividad humana tiene efectos sobre la vida en nuestro Planeta, y está en nuestra mano decidir si queremos que este impacto sea beneficioso o dañino. Después de vivir en primera persona las consecuencias de esta crisis  sanitaria global, y ver el esfuerzo que requiere frenarla ¿nos atreveremos, como sociedad, a actuar con el mismo apremio y compromiso ante la emergencia climática?

Desde principios de 2019, jóvenes activistas climáticos de todo el mundo vienen contestando afirmativamente a esta pregunta. A pesar de que el movimiento ecologista surgió hace más de cincuenta años, su presencia en los medios de comunicación, así como su importancia en el debate público, ha sido, durante años, absolutamente minoritaria y prácticamente invisibilizada. Sin embargo, y contra todo pronóstico, la ecología es actualmente un tema social y político de primera línea, presente en la vida diaria de los ciudadanos, y cada vez más difundido en redes sociales a través de celebrities e influencers. El boom de esta concienciación ha venido de la mano de la generación millennial y la generación Z que, bajo el lema de “Sin planeta no hay futuro”, han impulsado huelgas globales por el clima a lo largo de 2019 (Arainfo, 2019). Movimientos como Fridays For Future (FFF) o Extinction Rebellion (XR) han traído un soplo de aire fresco al ámbito del ecologismo, tendiendo puentes entre activistas de los cinco continentes e inspirando a millones de personas a tomar parte en la defensa del Planeta. Gracias a la participación masiva de la ciudadanía en estos movimientos – durante la llamada “Semana Climática” del 20-27 de septiembre 2019 se manifestaron 7 millones de personas en todo el mundo – la conciencia ecológica ha pasado de ser una cuestión marginal a  convertirse en tendencia, con todo lo bueno y lo malo que esto implica. Por un lado, la difusión a gran escala de esta problemática ha generado suficiente momentum para iniciar, aunque sea lentamente, la andadura hacia una transición ecológica. Por otro lado, el greenwashing – pretender que se respeta el medioambiente cuando en realidad se siguen llevando a cabo actividades nocivas para el Planeta – es la cara más oscura de esta situación, pues una respuesta superficial y oportunista a una crisis de estas características no solo es insuficiente, sino que también resulta contraproducente. Las empresas y los políticos que hacen greenwashing confunden a los ciudadanos acerca de los impactos reales de su consumo, y generan la impresión falsa de que el problema está siendo solucionado, cuando lo cierto es que no es así en absoluto. En este sentido, educar en criterios para discernir qué productos y qué prácticas son verdaderamente ecológicas y respetuosas con la vida, y cuáles no lo son se ha convertido en un asunto primordial.

En cualquier caso, la gran repercusión mediática que han tenido las protestas masivas de la juventud por el clima viene dada, en parte, por el realismo acuciante que los jóvenes han puesto sobre la mesa, y que se resume en cinco palabras: nuestro futuro está en juego. Más allá de los debates – tangenciales, por otro lado – sobre si los niños deben o no saltarse clases para protestar, los argumentos con los que ellos justifican su postura son de una lógica francamente aplastante: si la mejor ciencia disponible sostiene que el equilibrio climático del Planeta está en grave peligro, si la vida en la Tierra se ve amenazada por la inminente subida de la temperatura global, y si es nuestra forma de producir y consumir la que está provocando las alteraciones climáticas que amenazan nuestra misma existencia, ¿por qué todo sigue igual? ¿Por qué nadie hace nada para cambiarlo? A pesar de que estas preguntas ineludibles han conseguido despertar la conciencia colectiva, lo cierto es que aún queda mucho por hacer.

Y es que, ¿cuántas personas conocen la existencia del IPCC y han leído sus informes? ¿Quién puede enumerar los Objetivos de Desarrollo Sostenible o las tres industrias más contaminantes a nivel global? ¿Quién ha oído hablar de la externalización y sus impactos? ¿Y quién podría relacionar correctamente su consumo cotidiano con la pobreza y la desigualdad del Sur global? Mientras las dimensiones, impactos y realidades de la crisis climática sean ideas vagas – o directamente desconocidas – para el grueso de la sociedad, la capacidad de transformar nuestro mundo será muy reducida. De nuevo, la educación juega aquí un papel crucial. Ciertamente, el tiempo que nos queda para frenar un cambio climático irreversible es demasiado corto como para poner todas nuestras esperanzas en la educación a largo plazo. Pero esta resulta absolutamente imprescindible ya que, en el hipotético caso de que los poderes políticos tomaran las medidas necesarias para frenar la crisis, el conjunto de la sociedad debería comprender el por qué de ese cambio y estar dispuesto a asumirlo en nombre del bien común. Por otro lado, y dado que, como pudimos comprobar durante la COP25, los tomadores de decisiones encuentran enormes dificultades para alinearse y generar acuerdos globales al respecto, se hace necesaria la presencia en nuestra sociedad de personas profundamente ecologistas, capaces de transformar la realidad desde abajo, optando por un proyecto de vida distinto al que propone el sistema hegemónico actual.

Asumiendo que queremos un futuro digno para nosotros, para nuestros hijos y para la humanidad, y asumiendo que la cultura de mercado propia del sistema capitalista – que explota los recursos del planeta generando pobreza y desigualdad – impide ese fin, abogamos por una transformación radical, es decir, desde la raíz. Conseguir un futuro digno supone, por tanto, transformar nuestra cultura, transformando las aspiraciones vitales y los proyectos de vida que tenemos cada uno de nosotros. Supone pasar de un sistema destructor en el que prima el beneficio económico sobre la vida a un sistema centrado en vivir bien. Desde esta perspectiva, transformar ecológicamente nuestra forma de concebir la vida y organizar la economía y el consumo conlleva adentrarnos en el territorio de las sabidurías, es decir, hallar la respuesta a la pregunta ¿qué es vivir bien? (Díaz-Salazar 28). La respuesta nos vendrá a través de una educación ecosocial integral.

La importancia de la educación en el proceso hacia una transformación ecosocial radica en que es la acción humana que tiene como fin la formación de las mentalidades, los sentimientos, los deseos y los comportamientos. Contra la idea de que educar desde la perspectiva ecosocial resulta un adoctrinamiento, podemos contestar que excluir este conocimiento científico, económico, político, social y cultural del programa educativo ciertamente responde a los intereses de una determinada ideología. Los sistemas de enseñanza actuales se diseñan y programan en función de los requerimientos del modelo de mercantilización y de las necesidades de quienes controlan el mercado laboral capitalista. Se pretende mermar la dimensión humanizadora de la enseñanza e ir reduciendo al máximo dentro de ella lo que nos permite cultivar mas nuestra humanidad: el arte, la literatura, la filosofía y la formación de las diversas dimensiones del carácter y la personalidad (Díaz-Salazar 20). En lugar de ceñirse a los “cuatro pilares de la educación” propuestos por la UNESCO – aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser – predomina una enseñanza orientada a un conocimiento técnico para un aprendizaje profesional. Invertir esta tendencia y rescatar el sentido integral de los cuatro pilares de la educación es uno de los objetivos de esta educación ecosocial y contracultural. Por otro lado, la educación ambiental impartida en los colegios e institutos a día de hoy se reduce a explicar la problemática de los plásticos y a recordar la importancia del reciclaje. Ante esta situación, los jóvenes reclaman una profundización en el ámbito de la ecología para comprender mejor la crisis climática a la que se enfrentan y tener herramientas para poder actuar al respecto. En este sentido, solo cuando una persona recibe la información y los conocimientos necesarios para comprender la realidad en la que vive, se convierte en un individuo con criterio, capaz de tomar decisiones de forma responsable, consciente y libre.

Llegados a este punto cabe señalar que cuando hablamos de educación, no nos referimos únicamente a colegios y universidades, sino a todos los ámbitos de socialización a través de los cuales recibimos información y estímulos. De este modo, la educación no se reduce al ámbito de la enseñanza estipulada en los centros educativos, sino que se extiende a las familias, así como a los diversos grupos de socialización y movimientos sociales. Obviamente, el conocimiento intelectual y la comprensión a nivel teórico de la situación en la que vivimos es fundamental, pero tal como muestra Díaz-Salazar, necesitamos dar un paso más, pues sin la constitución de una adecuada interioridad difícilmente puede llevarse a cabo un cambio ecosocial. No podemos tener una sociedad ecológica sin un yo ecológico capaz de vivir una cultura de la autocontención. El desarrollo de esta dimensión antropológica más profunda de la persona tiene que llevarse a cabo dentro del seno de la familia, pues esta es la principal responsable de la educación. Sin embargo, lejos de permanecer aislado, el proyecto educativo familiar requiere entrar en confluencia con centros escolares que forman a los alumnos en las diversas dimensiones de la personalidad, e impulsar la inserción desde la infancia en grupos y movimientos que tengan como finalidad la formación de activistas sociales (Díaz-Salazar 9). Asimismo, la educación formal en los centros escolares tiene que tender puentes con la educación no formal recibida a través de la acción comprometida en movimientos sociales juveniles de carácter ecologista. Pero ¿en qué se concreta exactamente el modelo de educación ecosocial? A continuación se recogen siete elementos centrales que sostienen este modelo:

  1. Promover una cultura de respeto, piedad y veneración de la naturaleza, que no puede ser constantemente violada para aumentar la riqueza y el consumo incesantes.
  2. Transformar y superar el modo de producción capitalista, pues este necesita para su reproducción aumentar sistemáticamente la explotación de bienes naturales y estimular el consumo generando constantemente nuevas necesidades materiales.
  3. Crear relaciones sociales de producción basadas en los bienes comunes y no en la lógica de la obtención de plusvalía mediante la compra y venta de fuerza de trabajo.
  4. Regular ecológicamente todas las actividades humanas: agricultura, industria, ordenación del territorio, energía, vivienda, agua, alimentación, transporte, urbanismo, actividad empresarial, sistemas de comunicación, organización de los tiempos de vida.
  5. Promover una cultura antropológica de la autocontención, la precaución, el límite, la frugalidad, los cuidados, la responsabilidad con las futuras generaciones.
  6. Posibilitar proyectos de vida que logren niveles dignos de justicia material, pero que descentren la existencia humana del objetivo de obtener el máximo posible de bienes consumibles. La vida buena y el buen vivir ecológicos se desarrollan por las sendas que llevan al mundo interior y a las relaciones humanas de cooperación, amor, cuidado y ternura social. Estas son imposibles en el sistema capitalista basado en la competitividad, en la obtención de plusvalía, en la explotación de la naturaleza y la mano de obra, en el crecimiento a toda costa para tener mayor consumo y confort material.
  7. Impulsar una transformación personal profunda basada en la autoconstrucción de un yo ecológico que mantenga un fuerte vínculo entre la vida interior y la naturaleza, y una ciudadanía ecológica que practique virtudes ecológicos, adopte estilos de vida ecológicas y realice un activismo ecologista organizado en movimientos sociales. Para esta transformación del yo personal es importante la conversión ecológica, lo cual afecta a la configuración de las formas de pensar, sentir y actuar.

Hacer realidad este proyecto educativo, tan sumamente ambicioso como bello, es posible en tanto que los educadores escuchen las inquietudes de sus discípulos y se atrevan a apostar por una educación encaminada a construir un mundo más justo y armonioso para todos. La juventud del mundo se está haciendo oír y su mensaje es claro: quieren tener un futuro y una vida digna de ser vivida en este planeta. Siendo esto así, toda la comunidad educativa, incluyendo a las familias y a los movimientos sociales, debe sentirse interpelada para sumarse a la iniciativa que propone la educación ecosocial. Solo de esta forma podrán los educadores responder con acierto a las necesidades reales de sus alumnos. Como agentes de cambio en potencia, niños, jóvenes y adolescentes merecen una formación ecosocial sólida que les permita, en un futuro, discernir y elegir correctamente ante los dilemas que les presente la vida, así como imaginar y construir una sociedad en la que la justicia social y la justicia climática sean algo más que una utopía.

Referencias bibliográficas:

  • ARAINFO (2019), La cadena global de acciones climáticas más grande de la historia [disponible en https://arainfo.org/la-cadena-global-de-acciones-climaticas-mas-grande-de-la-historia/ ] . Ver también https://6dnow.org/summate/
  • Díaz-Salazar, Rafael (2016). Educación y cambio ecosocial. Del yo interior al activismo ciudadano, Madrid, PPC, 2ª ed.

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