La voz de

30 de enero de 2023
El valor de las pachangas de baloncesto en el recreo con los alumnos y el las innumerables simulaciones de redes informáticas con las que les estrujaba.

ALBERTO ÁGUEDA MARTÍN – TÉCNICO DE FORESCOUT

Todo comienza profesionalmente para mi cuando el primer ordenador entra en mi casa, tendría 12 años. Mi padre, que dedicó su vida a la educación, siempre tuvo curiosidad por la tecnología e invirtió buenas pesetas en un cacharro de la época. Ya sabía a lo que me iba a dedicar en un futuro.

En la universidad tuve la ocasión de impartir alguna clase durante los veranos y me gustó la experiencia de poder transmitir lo que había aprendido, aunque por aquel entonces era poco y muy teórico. Cuando terminé la Ingeniería Técnica en Informática, era momento de ponerse ya a trabajar, volvió a repetirse la oportunidad de dar clase, esta vez en un curso “del paro”, enseñando a programar a gente de todas las edades en las Salesianas de Plaza de Castilla. No terminé el curso, en ese momento tenía otros pájaros en la cabeza.

Tras varios curros de informático por Madrid, animado por la curiosidad y la aventura, me mudé a Dublín a buscarme la vida. Nada como ser un inmigrante para recibir una buena dosis de realidad y llenar la mochila de un montón de resiliencia.

A la vuelta todo parecía más fácil, mi experiencia más significativa fue en el Banco Santander. Entré con 25 años con cierta responsabilidad en un proyecto de unas 30 personas. Hasta entonces no había vivido una experiencia en una empresa tan grande, rodeado de gente con mucho talento y experiencia de la que aprendí muy rápido. Como a toda empresa grande del sector, y especialmente en banca, la industrialización de los departamentos no tardó en llegar, nuestro proyecto se fue dividiendo y con él, mis ánimos por continuar en el sector. Fui ascendiendo, acercándome al negocio y la banca no fue nunca mi devoción.

Volví a aquello que me ilusionó un día, la educación, y dado que ya contaba con más conocimiento y experiencia, siendo un enamorado de la informática, la especialidad era obvia: profesor de FP. Pasé por Padre Piquer en Plaza Castilla, Villablanca en Vicálvaro, Yucatán en Centro Penitenciario Madrid V, y finalmente Las Naves (Salesianos) en Alcalá de Henares. De todos ellos me llevo experiencias únicas e irrepetibles. Sin duda lo mejor de la profesión es que cada día te llevas un poquito a casa, bueno y malo.

El último centro en el que impartí clase con los Salesianos, descubrí que se planteaban la educación justo como yo la vivía. Acompañando, facilitando experiencias, estando en el día a día y en la trinchera con los alumnos, y luchando por ellos. Tanto valor tenían las pachangas de baloncesto en el recreo con los alumnos, como las innumerables simulaciones de redes informáticas con las que les estrujaba.

Todos los días recibes una evaluación por parte de los alumnos, es orgánico, sin ser muy avispado te das cuenta de lo que has hecho bien, lo que ha funcionado, lo que les ha motivado, lo que les ha hecho aprender. Si lo quieres hacer bien requiere de esfuerzo, organización y momentos de frustración. Pero el resultado merece mucho la pena. ¡Es maravilloso ver cómo van creciendo profesionalmente en Linkedin, o encontrarte a una antigua alumna y que te cuente lo que hace ahora y repasar lo que sabe del resto de la clase!

Una de las empresas a las que mandaba alumnos de prácticas, que se dedicaba a la ciberseguridad, Secura, me llamaba mucho la atención. Era pequeña, pero tenían muy buenas ideas y los alumnos hablaban maravillas de ella. Tras un mutuo acercamiento terminé trabajando con los que habían sido mis alumnos, su cara el día que se lo contamos no tiene precio.

Juntos vivimos el crecimiento de una empresa con muchísimo valor, y guardo experiencias maravillosas, otra época de mi vida que he aprendido mucho. Ahora soy ingeniero preventa en una multinacional americana aquí en España, trabajo para Forescout desde julio, uno de los líderes en su sector dentro de la ciberseguridad.

Mi visión en el aula y especialmente en formación profesional siempre fue muy práctica. Mi padre siempre hablaba del “saber hacer”, es sin duda lo que motivó mi día a día. Tenía que ser capaz de enseñar a los alumnos algo que luego les sirviera en el mundo profesional, no algo que simplemente cumpliera con el currículo. Para mí, no tenía sentido memorizar cosas que ya estaban en Internet, o preguntar definiciones que quizá ni siquiera entendían. Era el trabajo diario en el aula lo que nutría, daba forma y afilaba sus capacidades como informáticos. Encontramos empresas que nos donaron material, tirábamos de aquellas donde iban a hacer prácticas, simuladores, entornos virtuales, todo aquello que pudiera asemejarse al mundo profesional de la manera lo más real posible.

Todo esto me lo permitió haber tenido mi propia experiencia profesional antes. Siempre he tenido compañeros que no han pisado la empresa antes de ponerse a dar clase, o habían trabajado en otro sector diferente. Sin duda lo tenían más complicado, ya que les faltaba el ejemplo y el conocimiento de campo, y es algo que los alumnos valoran muchísimo y se evidencia. He tenido compañeros maravillosos que lo han suplido con tiempo y mucho, mucho esfuerzo.

Creo que el aula tiene que servir para crear profesionales completos. Es necesario entrenar las habilidades técnicas de la forma en la que van a vivir en la empresa. Eso les va a permitir meter el pie, tener su primera experiencia. Pero para mantener ese trabajo también tenemos que completarlo con educación en valores y habilidades que les permitan crecer como personas.

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